El 2025 avanza sin tregua. El calendario político y geopolítico corre con una velocidad vertiginosa, dejando tras de sí un eco de cambios, tensiones y transiciones. Al cierre de abril, el mundo fue testigo de un suceso histórico: el fallecimiento del papa Francisco, un pontífice que marcó una era de cercanía, reforma y compromiso con los marginados. Su muerte no sólo dejó un vacío espiritual, sino también un signo de interrogación sobre el rumbo de una Iglesia que ha buscado, en medio de un mundo convulso, reencontrar su lugar.
El cónclave no tardó. En una decisión tan simbólica como estratégica, fue elegido León XIV. La elección del nombre no es inocente: se remonta a León XIII, quien a finales del siglo XIX entendió que la Iglesia debía dialogar con los nuevos tiempos —entonces, la revolución industrial; ahora, la tecnológica—. León XIV llega, pues, como un nuevo pastor en una era marcada por la inteligencia artificial, la biotecnología y la fragmentación del tejido social. Su reto será tan profundo como el de su predecesor decimonónico: ofrecer respuestas éticas y humanas a una civilización que corre el riesgo de deshumanizarse entre algoritmos y automatización.
Mientras El Vaticano cambia de guardia, México vive su propio vaivén político. Las relaciones con Estados Unidos se tensan, y no es una exageración decir que la diplomacia bilateral atraviesa uno de sus momentos más ríspidos en años recientes. La administración de Donald Trump, en su segundo mandato, ha dado pasos que no pueden ser leídos sino como advertencias directas. La cancelación de visas a funcionarios de Morena, como la gobernadora Marina del Pilar, y el envío de Ronald Johnson —exmilitar y veterano de inteligencia— como nuevo embajador, constituyen un mensaje claro: Washington ha decidido dejar de disimular su incomodidad con el actual gobierno mexicano.
Más allá de la narrativa pública, estos gestos revelan la existencia de expedientes que aún no han visto la luz, y que podrían escalar a un conflicto diplomático más profundo. El gobierno federal haría bien en leer estas señales con seriedad y moderación. No es tiempo de estridencias ni de victimismos, sino de inteligencia política.
Y mientras el tablero internacional se reconfigura, en los estados también se juega el poder. Querétaro, históricamente un bastión conservador y de orden, se ha convertido en un hervidero de aspiraciones políticas. Bardas pintadas, espectaculares que florecen a la par que las jacarandas, y rostros sonrientes que prometen el futuro, ocupan el espacio público como si la sucesión estuviera a la vuelta de la esquina. Hay aspiraciones legítimas y también delirios de grandeza. La gubernatura, como siempre, sólo tiene un asiento. Pero en ese trayecto, lo que se expone no son sólo nombres, sino visiones de Estado.
El reto para Querétaro es mantener su estabilidad, su crecimiento ordenado y su reputación como estado modelo. Pero ese reto no se ganará con selfies ni slogans, sino con propuestas concretas, equipos sólidos y, sobre todo, una lectura correcta del país que somos hoy. Porque en medio de los vientos internacionales y los cambios globales, los estados no pueden actuar como islas.
El año 2025 no concede pausas. Y en este torbellino de acontecimientos, México necesita estadistas, no improvisados; necesita puentes, no muros. La Santa Sede ya eligió a su nuevo León. México y Querétaro, aún tienen mucho que definir.