Querétaro. Este Domingo de Ramos, la Iglesia da inicio a la Semana Santa con la proclamación del Evangelio de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, según San Lucas (Lc 22, 14–23, 56), compartido por la Diócesis de Querétaro. En esta liturgia profundamente significativa, los fieles son invitados a acompañar a Jesús en el camino del dolor, la entrega y el amor sin medida.
La narración lucana, rica en detalles humanos y espirituales, comienza con la Última Cena, donde Jesús expresa su ardiente deseo de celebrar la Pascua con sus discípulos antes de su pasión. En este momento íntimo, instituye la Eucaristía: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”, palabras que resuenan en cada misa y resumen el corazón del cristianismo.
El relato continúa con el anuncio de la traición y la negación, y el doloroso arresto en el monte de los Olivos, donde Jesús ora intensamente, al punto de sudar sangre. Frente a la traición de Judas y la violencia de sus captores, responde con misericordia: cura al siervo herido y llama a la paz.
Lucas muestra a un Jesús profundamente humano, pero lleno de dignidad y fortaleza. Ante el Sanedrín, Pilato y Herodes, guarda silencio o responde con verdad, sin buscar defenderse. La injusticia del proceso culmina en su condena, mientras el pueblo pide la libertad de Barrabás y clama por su crucifixión.
Camino al Calvario, Jesús consuela a las mujeres que lloran y, ya en la cruz, intercede por sus verdugos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. A un malhechor arrepentido le promete el paraíso, revelando su compasión incluso en la agonía.
Finalmente, con un grito de entrega total —“¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”—, el Hijo de Dios muere, y el centurión romano reconoce su justicia. José de Arimatea pide su cuerpo y lo deposita en el sepulcro, mientras las mujeres observan con devoción, anticipando la esperanza de la resurrección.
Este Evangelio nos invita a contemplar el misterio de un Dios que no se impone con poder, sino que se entrega por amor. Nos recuerda que el verdadero liderazgo cristiano es servicio, que la fidelidad se prueba en la prueba y que, incluso en la muerte, brilla la promesa de la vida eterna.