Milán, Italia. Durante más de dos décadas, la restauradora italiana Pinin Brambilla Barcilon dedicó su vida a una de las tareas más ambiciosas de la conservación artística moderna: devolverle su esencia a La Última Cena, la célebre obra de Leonardo da Vinci que colapsaba bajo siglos de deterioro y restauraciones fallidas.
El encuentro inicial de Brambilla con el mural en 1977 fue tan impactante como revelador. “No podías ver la pintura original, estaba completamente cubierta por yeso y más pintura. Tenía cinco o seis capas encima”, dijo en una entrevista con la BBC en 2016. «Me tuve que preguntar si era un Leonardo o no, porque estaba completamente irreconocible».
Ubicada en el refectorio del convento de Santa Maria delle Grazie, en Milán, la obra ya había pasado por las manos de seis restauradores que, con cada intervención, modificaron rasgos, expresiones y proporciones. El apóstol Mateo, originalmente un joven, se había transformado en un hombre envejecido. Jesús, aunque menos alterado, había perdido parte de su humanidad.
Brambilla no sólo se propuso recuperar la técnica de Leonardo, sino también la intensidad emocional de cada personaje. Su intervención buscó devolver el carácter único de cada apóstol y el dramatismo de la revelación de Cristo: «Uno de ustedes me traicionará».
El error de Leonardo
La causa del deterioro fue, paradójicamente, una decisión artística del propio Da Vinci. En lugar de usar la tradicional técnica del fresco, que exige aplicar pintura sobre yeso húmedo para fijarla, el maestro optó por una técnica experimental: témpera y óleo sobre yeso seco. El resultado fue desastroso. Apenas dos décadas después de ser finalizada en 1498, la pintura ya mostraba signos de desgaste.
El mural, de 4.5 metros de altura, también fue víctima de factores externos: humedad subterránea, vapores de cocina, vandalismo durante la Revolución Francesa y bombardeos en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, lo más alarmante para Brambilla fue el daño acumulado por los intentos previos de restauración, con materiales inadecuados que ocultaron y deformaron la obra original.

Una restauración milimétrica
La italiana y su equipo trabajaron centímetro a centímetro. Usaron lupas, cámaras diminutas, instrumentos quirúrgicos y toneladas de paciencia para retirar las capas ajenas a Leonardo. A veces, los fragmentos eran de apenas 5×5 centímetros. El proceso fue tan lento como meticuloso. Cada sección podía tomar meses, incluso años.
“Lo que buscamos con nuestra restauración fue recuperar el carácter de cada individuo. Y eso fue muy emocionante”, relató Brambilla. El equipo dejó partes sin intervenir y otras solo ligeramente retocadas con acuarela, en un acto de respeto extremo a la autenticidad de la obra.
La restauradora, que falleció en 2020, vivió con pasión su trabajo. Admitió que este compromiso le pasó factura en su vida personal. “En un momento mi marido me dijo: ‘Basta, esto es suficiente para La Última Cena, quiero vivir un poco’”, recordó.
Un legado imborrable
En 1999, con más de 70 años, Brambilla dio por concluida la restauración. El resultado reveló detalles que durante siglos habían permanecido ocultos: el mantel, la vajilla, las manos de los apóstoles, sus gestos.
Algunos críticos han cuestionado la pérdida de pigmento original. Otros celebran la fidelidad emocional lograda. Brambilla, sin embargo, se sintió en paz: “Ahora las caras de los apóstoles parecen participar genuinamente del drama del momento”.
Al dejar atrás el mural, confesó sentir una profunda tristeza: “Por cada obra que restauro, una parte se queda conmigo. Distanciarme siempre es difícil. Es como si perdieses una parte de ti”.
Su legado, sin embargo, permanece intacto en cada trazo que logró recuperar de la genialidad de Leonardo.
Con información de BBC Mundo.